Entre los aficionados a la novela policíaca, ¿quién no ha buscado alguna vez entre las páginas de una novela negra o en los episodios de una serie policíaca de televisión, para interceptar entre los detalles de un relato criminal el modus operandi de un asesino o la firma del criminal?
¿Quién no ha intentado alguna vez, atraído por las historias de terror, comprender las características de la víctima de turno como un nuevo Sherlock Holmes? Para un amante del misterio, nada nuevo en el horizonte.
Pero, ¿por qué es tan popular el true crime? ¿Dónde hunde sus raíces el interés por lo atroz y malvado de la actualidad? Ahora todo el mundo se engancha, desde el ávido oyente de podcasts hasta el aficionado novato a los rompecabezas, pasando por el cinéfilo compulsivo del género.

El true crime: qué hay detrás de la pasión por el crimen
A primera vista, podría decirse que la curiosidad por las noticias macabras, que no tardan en convertirse en omnipresentes en las parrillas televisivas, surge en un contexto de "tedio existencial", a medio camino entre el puritanismo y el voyeurismo del telespectador medio.
Todo parece ir de la mano del deseo de despojarse de esa manta de rutina tranquilizadora y siempre igual del hombre común, hambriento de desgracias (ajenas) terribles y temeroso de Dios, con tal de culpar siempre al otro de un crimen.
Como sostiene el historiador del arte Giovanni Morelli, el examen de la escena del crimen podría compararse a la comprobación de la autenticidad de un cuadro. Sostiene que no hay que prestar atención a los rasgos más conspicuos y, por tanto, más fácilmente reproducibles de los cuadros, sino analizar los detalles más insignificantes.
La personalidad debe buscarse "donde el esfuerzo personal sea menos intenso", de modo que la expresión sea más espontánea. Es en este marco donde la imaginación más viva del espectador despega en vuelos pindáricos.
Donde habitan el mal y el bien
El mundo, lo sabemos, siempre ha tratado de ver el mal encarnado fuera de sí mismo. Lo que en nosotros es inconsciente siempre parece venir de fuera, haciéndose eco de la psicología profunda. Al menos mientras polaricemos el bien por un lado y el mal por otro. Pero, ¿y si ambos caminos se cruzaran?
¿Si se demostrara que en una misma persona pueden coexistir naturalezas diametralmente opuestas? ¿Si el reservado compañero de oficina fuera el asesino hedonista y el estudiante modelo un agresor en serie por aburrimiento? ¿No sería desconcertante la sospecha de que el germen de la locura tiene las llaves de nuestra casa? ¿Y si el otro fuera yo?
Aquí es donde la conciencia actuaría prontamente en nuestra defensa, con esa capacidad de negociar entre la estabilidad del yo y el principio de realidad, poniendo en marcha una serie de poderosas precauciones para librarnos de cualquier fealdad, atribuyéndosela al prójimo y solo a él.

El efecto Lucifer
Dejando atrás las obsoletas pero aún fascinantes teorías lombrosianas sobre la localización anatómica del delito, la psicología social siempre se ha interesado por comprender qué papel desempeña el contexto social en el que están inmersas las personas a la hora de influir en su comportamiento.
En concreto, recordemos al psicólogo Philip Zimbardo, quien, al ocuparse de la psicología del mal, quiso demostrar con su famoso experimento de la prisión de Stanford de 1971 que una persona puede llegar a ser buena o mala en función de factores ambientales y circunstanciales y del papel que desempeñe.
El experimento de Stanford se llevó a cabo asignando a voluntarios que habían decidido participar, los papeles de funcionario de prisiones y preso. El experimento se llevó a cabo en el sótano de la universidad, acondicionado para convertirse en un entorno carcelario.
Los presos llevaban trajes numerados, los guardias usaban gafas de sol que les impedían ver sus ojos, para crear un efecto de desindividuación. Al cabo de poco tiempo, el entorno al que se sometió a presos y guardias tuvo consecuencias dramáticas.
La experiencia tuvo fuertes efectos psicológicos en los presos, que manifestaron una fuerte crisis emocional, y en los guardias, que desarrollaron una fuerte carga de violencia hacia los "internos".
Zimbardo acuñó así la expresión "efecto Lucifer" para definir el mecanismo psicológico por el que el contexto influye en el nivel de agresividad. Este experimento, que recibió muchas críticas, nos hace reflexionar sobre la delgada línea roja que separa el bien del mal.
En una visión ingenua de la delincuencia, a veces se tiene la percepción de que un acto delictivo solo puede ser cometido por personas con rasgos de personalidad malévolos, "malos", y que los buenos moran en otra parte, precisamente como resultado de características intrínsecas opuestas. Pero, ¿es realmente así?

Nosotros, el criminal y la víctima
¿Cuántas veces oímos en entrevistas sobre crímenes atroces la respuesta "era un chico tranquilo"? Es precisamente esta discordancia entre la violencia abominable y las "aguas tranquilas" de rostros tranquilizadores, a veces familiares, lo que lleva al hombre común a querer investigar el misterio que a menudo se oculta tras la máscara de la normalidad.
La idea de ponernos en la piel del criminal de turno sirve para proyectarnos, durante unos episodios, en una realidad maligna y paralela en la que nuestra naturaleza daría rienda suelta a su lado oscuro, en la perversa gratificación de cometer una violencia incalificable, sin pagar el precio.
La fechoría sería puramente cinematográfica, a salvo por tanto de consecuencias reales. Y esto es sin duda tranquilizador. O tal vez la aterradora sospecha de que podríamos compartir similitudes de carácter con el asesino nos aniquila hasta tal punto que preferimos la experiencia de un tranquilo sillón en casa desde el que observamos y juzgamos severamente la maldad ajena.
Otras veces, cuando sentimos escalofríos porque estamos acostumbrados al papel de víctima, sentimos de inmediato que resuenan en nosotros esos aspectos de vulnerabilidad propios del perjudicado, en los que somos conscientes de que, en la tirada de dados del azar, los otros podríamos ser nosotros.
O, en un intento de sublimar algún instinto superyoico de paladín de la justicia, puede ocurrir que nos perdamos en la identificación proyectiva vistiéndonos con algún traje de investigador.
El concepto de identificación proyectiva es muy complejo pero, se puede definir como un mecanismo de defensa (predominantemente infructuoso) que engaña al sujeto de poder controlar al otro induciéndole a tener comportamientos y actitudes correspondientes a sus propias expectativas, negando así sus propias experiencias de impotencia.
El dualismo víctima-verdugo
Y así, como en la investigación de cualquier fechoría, el true crime presenta al espectador la obsesión de responder a las "cinco W y una H", es decir, de investigar el "cuándo", el "dónde", el "qué", el "quién", el "por qué" y el "cómo" de un crimen.
La mayoría de las veces, es muy difícil no simpatizar con el carácter recio y bien relacionado del villano y del cínico de turno, el alter ego de nosotros los espectadores, quizá cansados de la hipócrita respetabilidad políticamente correcta de muchas series de televisión.
Tal vez anestesiados por la violencia de los sucesos informativos con los que nos bombardean a diario y, al mismo tiempo, anhelantes de unas gotas más de emoción fuerte. Sí, porque si delante va el adjetivo true (verdadero), la emoción se tiñe de inmediato de la negrura más oscura.
A veces, al convertirnos en devotos del género, nos engañamos pensando que, si la mala suerte se ceba con nosotros, sabremos jugar sobre seguro, en la realidad, la de verdad.
Tal vez, como afirma la neurociencia, ese escalofrío de adrenalina que enciende el circuito del placer hecho de miedo y curiosidad, excitación y horror, se convierte, como en los juegos de azar, en lo que mantiene alto el umbral de atención de los usuarios más ávidos del cada vez más popular género policíaco del true crime.
Un producto multimedia cautivador que ofrece al espectador la posibilidad de meterse en la piel de un dualismo víctima-verdugo, perdiéndose en las tortuosidades más íntimas del personaje de turno, para volver a la pregunta de las preguntas: ¿quién soy yo?





